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jueves, 2 de noviembre de 2017

Crónica de un viaje a España (II)








2ª parte.


Escrito en Montevideo, el 20 de octubre de 2017
(sobre el 6 de julio de 2017)



Allí estaba, por fin, la Puerta de Alcalá. Siempre la imaginé en una avenida de Madrid, con canteros con flores amarillos y naranjas, como un imponente arco del triunfo. Pero en realidad la puerta tenía tres arcos unidos, adornados con cabezas de leones, a los que se les sumaban dos puertas más pequeñas en los extremos, sumando en total cinco vanos. La mole ocupaba el centro de una gran rotonda por donde pasaban veloces autos y taxis chirriando en el asfalto mojado.
Pasé por al lado de algunos turistas que se sacaban fotos con la puerta de fondo. Las nubes cargadas de agua habían oscurecido la tarde haciendo que se activaran los flashes de las cámaras y celulares. Me detuve en una esquina para sacarle fotografías a la puerta mientras esperaba que cambiara el semáforo para cruzar hasta el Parque del Retiro que con sus grandes árboles me invitaba a recorrerlo. Al llegar a la otra acera tuve que esperar que cambiara la luz de otro semáforo para cruzar al parque. Mientras me fijé en las enormes esculturas de yelmos y banderas, supuestos trofeos de guerra de un tal rey Carolo II, tal cual figuraba en la inscripción sobre el arco central. En números romanos aparecía la fecha 1778: se avecinaba el fin de una época para Europa y para el mundo, cuando ya se asomaba el siglo XIX en el horizonte.
Cambió la luz y comenzó un zumbido que avisaba a los no videntes que estaba el semáforo en verde. El zumbido, entrecortado, aumentaba su frecuencia a medida que se cumplía el tiempo para cruzar. Me gustaba ese sistema de los semáforos de Madrid. Con el oído uno sabía a qué altura estaba la “ventana” para cruzar. Si escuchaba que el zumbido iba como loco, con una frecuencia muy corta, metía pata y lograba cruzar justito. O de lo contrario frenarme y no cruzar. Ya no había tiempo.









Pasé debajo de unos viejos plátanos y al costado de una hilera de bicicletas de uso público y entré al parque. Atravesé los grandes portones de la entrada y caminé a lo largo de una senda con canteros con flores rosadas y rojas hasta llegar a una fuente con querubines montados en peces, que lo más probable, por sus picos, fueran representaciones de delfines.











Un poco más allá llegué a un lago artificial de agua verde. En la orilla opuesta, había otro colosal grupo escultórico con un aristócrata a caballo que dominaba el parque desde la altura. Al borde del lago artificial, sobre la baranda, esperaban las palomas las migas que le pudieran arrojar los turistas. Lo más probable es que en el agua, los patos, muchos con sus crías, estuvieran esperando lo mismo.









De pronto hacia el este apareció un rayo que se ramificó sobre las copas de los árboles y casi sin aviso empezó a llover. Abrí mi nuevo paraguas chino y me refugié bajo uno de los árboles al otro lado del camino. Los turistas y vecinos que frecuentaban el parque salieron huyendo hacia la salida. Otros se lo tomaron con más tranquilidad, como los que habían salido a correr. Al poco rato el chaparrón era un hecho y el arbolito no conseguía protegerme mucho. La tela del paraguas, saturada, dejaba pasar un hilo de agua que bajaba por la varilla y me mojaba la mano. Los últimos corredores pasaron a mi lado empapados hasta la médula. Hasta que quedé completamente solo en ese lugar, frente al lago.











Los rayos seguían, ahora por detrás del tipo encaramado a su caballo de bronce y me dije entonces que un parque no era buen lugar para estar durante una tormenta eléctrica. Además era tanta el agua que caía que se formaban pequeños arroyitos entre la graba empapándome los zapatos. Así que caminé bajo la lluvia hasta la salida. Saludé a los delfines de la fuente, avancé por el sendero con flores y salí del parque. Lástima, apenas lo había recorrido. Aproveché que estaba la luz verde y desandé el camino, pero no crucé a la vereda del pub, sino que seguí por la que venía, esquivando los charcos.






Más adelante había unos andamios con techo de madera, por una obra de construcción que se estaba haciendo en el Palacio de Comunicaciones, el edificio que está frente a la Cibeles, sobre el Paseo de la Castellana. Y allí me quedé con unas veinte personas que habían encontrado ese providencial refugio. Los que tenían paraguas no los cerraban, ya que las gotas caían entre los tablones del techo. Mientras, el temporal descargó su furia. El viento empujaba la lluvia casi horizontal pegando de frente a los vehículos que subían por la calle de Alcalá. 





Frente a mí, un torrente corría pegado al cordón de la vereda. Sabía que toda esa agua se juntaría alrededor de la rotonda donde estaba la Cibeles, así que habría que esperar que drenara un poco por las bocas de tormentas antes de intentar cruzar la avenida. Algunas personas que se guarnecían bajo los andamios, no quisieron esperar más y se tiraron a cruzar, dando saltos y levantando agua con cada paso. Por mi parte trataría de no empaparme los championes. En un par de horas tendría la cena con el astrobiólogo Ricardo Amils y su esposa, así que debía mantener el calzado lo menos mojado posible. Pero no pude esperar más y atravesé la larga galería de andamios hasta la avenida. Todavía llovía fuerte pero lo peor había pasado. Cuando la luz del semáforo cambió, me apreté contra el paraguas y crucé la calle dando saltos.



Montevideo, 21 de octubre de 2017.









Dos fotos retratan ese rato que estuve atrapado por el temporal, refugiado bajo los andamios del Palacio de comunicaciones. La primera es de una mujer, que aunque está bajo el techo de tablones, no ha cerrado el paraguas, al igual que las personas que se aprietan más al fondo de la fotografía, al final del pasaje techado. La mujer mira el temporal de lluvia y viento, en medio del ensordecedor ruido que hacen los neumáticos de los autos en la calle empapada. Todos los refugiados de la tormenta han tenido que suspender sus objetivos. Es día laboral en Madrid y muchos de ellos son trabajadores que esperan que amaine para volver a sus oficinas y comercios. Es que para los madrileños la “bomba de agua” fue una sorpresa.






La otra es una foto accidental, en la que aparece la punta de mis zapatos marrones, mojándose con las ondas que hacía el agua al correr acera abajo. Cada tanto tenía que levantar los pies para evitar que, como una piedra en un río de corriente rápida, hiciera de dique y el agua alcanzara el cuero.
Algo similar me ocurría bajando por la céntrica Gran Vía, ya que iba acompañado por una fina película de agua que descendía por la vereda. Pero a la gente con la que me cruzaba no parecía importarle mojarse. Vi muchos rostros sonrientes, sobre todo de adolescentes y turistas, que se tomaban para la risa haber quedado totalmente ensopados.
Una cuadra más y encontré la calle San Bernardo. Reconocí la esquina por un hotel y doblé hacia el oeste. Al llegar a una esquina vi que por una calle empedrada y muy empinada caía el agua en cascada. Me detuve un momento a contemplar la corriente que bajaba por la callejuela medieval.






En la vereda de enfrente me llamó también la atención el cartel de una farmacia. Deleuze era su nombre, igual que el apellido del filósofo francés. A un lado de la farmacia, con colores chillones, rojos y verdes, había un pub nocturno. Por el umbral se adivinaba una escalera que bajaba hasta el bar. En una ventana por encima, otro cartel anunciaba una agencia de detectives privados. El deseo y sus opuestos se concentraban extrañamente en el número 39 de la calle San Bernardo.
La luz encendida de la vitrina de una tienda que vendía bollos confitados me hizo acordar que se hacía tarde y que a las nueve de la noche me tenía que encontrar con Ricardo Amils para ir a cenar.






Llegué al edificio del hostal y subí al tercer piso. Pedí la llave en la administración, bromeé con la encargada sobre que me había mojado sólo un poco y entré a la habitación. Corrí las cortinas y contemplé los techos brillantes por la lluvia del viejo palacio de Parcent. Había dejado de llover. Me saqué los zapatos y los pantalones mojados y fui hasta el baño. Por suerte había un secador de pelo, aunque este se apagaba al minuto si uno lo usaba al máximo. Igual, en menor potencia sirvió para secar de a poco el calzado.
Como era verano todavía había mucha luz pese a la hora y eso engañaba a alguien que venía del invierno, donde a las cinco de la tarde se oculta el sol.
Me di una ducha, me vestí y salí al encuentro de mi amigo. La casualidad había hecho que él viviera cerca del hostal que me había recomendado un amigo de Barcelona. Caminé por San Bernardo pasando frente a la cafetería La Concha, por la casa de sushi y por el añejo auditorio de la Complutense, iniciando la subida hasta la Glorieta de Ruíz Giménez.





Me tenía preocupado el encuentro porque yo no había contratado servicio de telefonía en España. Estaba como en las viejas épocas. De igual manera por correo electrónico habíamos establecido un punto de encuentro: a un lado de un kiosco de revistas en una de las esquinas frente a la rotonda con fuentes. Pero si Ricardo se llegaba a retrasar el desencuentro sería una realidad. Sin embargo al llegar a la esquina, allí estaba mi amigo, con su barba blanca, de lentes, vistiendo un buzo verde de lana algo estirado y un paraguas cerrado en su mano. Podía ser perfectamente la imagen del científico típico, pero mi amigo está lejos de ese estereotipo. Químico de vocación, astrobiólogo por pasión, Ricardo Amils es una de las autoridades mundiales en el estudio de los extremófilos. Estos son unos microorganismos que pueden crecer tanto en aguas termales, como en una salina, en un reactor nuclear como en un ambiente ácido como lo son las aguas del río Tinto, en el sur de España. Ricardo estudió las bacterias de ese río de Andalucía, no lejos de Huelva, por muchos años haciéndose experto en el tema. Y fue así que la Nasa solicitó su ayuda para un proyecto que diseñara experimentos que buscaran vida en Marte. La sonda que llevará esos experimentos será la ExoMars 2020 de la Agencia Espacial Europea (ESA), y tendrá una perforadora capaz de llegar a dos metros de profundidad, ya que la posible vida bacteriana, al igual que la del río Tinto, debería encontrarse en el subsuelo marciano. De todo esto me enteré cuando lo entrevisté en 2009 en Montevideo, en un congreso de astrobiología.
Al planear el viaje a España, una de las primeras cosas que pensé fue en escribirle a Amils para vernos en Madrid. Y allí estaba él, ocho años después, con su voz ronca y su trato igualitario. Nos saludamos y empezamos a caminar por la calle de Alberto Aguilera, haciendo el mismo trayecto, pero por la vereda de enfrente, que había hecho el día anterior cuando visité la Casa de las flores y el Parque del oeste.







Mientras pasamos frente a la vidriera con el robot dormido, Ricardo me comentó sobre el verano atípico que estaban teniendo, con un julio lluvioso y un junio en que se habían cocinado en la ciudad con cuarenta grados de temperatura. Pero esa noche el aire estaba fresco y húmedo después de la tormenta.
Hice la referencia a la suerte que había tenido de elegir un hospedaje que resultó estar cerca de donde él vivía. Me contó que de San Bernardo hacia el oeste se encontraba el barrio Universidad y que hacia el este se llamaba Malasaña. Él había vivido toda su vida en el barrio Universidad me dijo. Bueno, toda no, porque Ricardo durante sus años de estudiante vivió en el exilio. Como a muchos de su generación que participaron en las protestas estudiantiles contra la dictadura de Franco, a fines de los sesentas, sus padres lo enviaron a estudiar al extranjero. Era eso o la cárcel. España entonces se sacó de encima a todos esos “revoltosos” y subversivos, expulsándolos a otros países. Irónicamente décadas más tarde el país se beneficiaría cuando muchos de esos estudiantes regresaron ya formados en las mejores universidades del extranjero.
Así fue el caso de Amils, que estudió primero en Argentina, donde vivió un par de años, y luego en Estados Unidos, donde conoció a su esposa. Una señora muy simpática que llegué a conocer en 2009 en Montevideo, también durante el congreso de Astrobiología. Recuerdo que los acompañé desde Ciudad Vieja hasta la calle Ejido. En el camino me pidió que la convidara con un mate. Creo que no le agradó mucho.
Recordaba que ella era profesora de inglés y que compartía conmigo el gusto por la ciencia ficción.
Antes de llegar a la calle de la Princesa doblamos hacia la izquierda y nos internamos en el barrio. Un par de cuadras y llegamos a un mesón gallego que tenía el bonito nombre de Rías Baixas. En la puerta nos esperaba Rosemary, la esposa de Ricardo. Nos saludamos, pero ella apenas se acordaba de mí.
Entramos al mesón que está instalado en lo que fue una casa de familia. La pareja saludó a los muchachos detrás de la barra y pasamos por un pasillo con mesas. Luego doblamos a la derecha y entramos a una habitación más grande. Ricardo eligió una mesa contra la pared.






El mozo es conocido por mis amigos. Tal vez sea venezolano, pensé. Me di cuenta de que ya tenían planeado agasajarme, porque al pedir las entradas y luego los platos principales, pidieron todas cosas distintas para que las probara. Por ejemplo, gallo, un pez aplanado parecido al lenguado pero de sabor más fuerte. Ni qué decir que el vino blanco, servido en jarra y distribuido equitativamente por nuestra amiga, era de Galicia. Al igual que los pimientos de Padrón, cocidos y con sal gruesa. De verde oscuro y con pequeñas verrugas, saben amargos pero no puedes parar de comerlos. Es mejor así, antes de que se enfríen. Pregunté antes de probar uno si picaban, a lo que me respondieron que no, pero cada tanto alguno podía picar. Pero esto no me sucedió ni en Madrid, ni en Gijón, ni en las veces que los comí en Barcelona. Ricardo, jocoso, me recitó: “los pimientos de Padrón / unos pican / otros no”. Después averiguaría que los plantan en Galicia y también en el sur de España, pero que los trajeron los franciscanos de América.



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La esposa de mi amigo llamó al mozo por su nombre y le pidió que trajera unos orujos. Me preguntaron cómo los quería, pero no supe responder. Entonces eligieron por mí y el mozo trajo tres vasitos. Uno con orujo transparente, otro amarillo y otro verde. A cuál más rico.
Se nos pusieron los cachetes colorados y se nos soltó la lengua, que en circunstancias como esas no es difícil que ocurra. Rosemary me contó que es profesora de inglés en Madrid, y que le encanta leer, pero que en los últimos años disfruta mucho más de oír podcasts, sobre todo cuando va al trabajo. Me dijo entusiasmada que había una gran variedad de programas grabados, sobre infinidad de contenidos, como historia, literatura o periodismo de actualidad, por ejemplo, programas de radio. La ventaja es que uno los puede descargar de Internet y escucharlos cuando quiera, explicó.
Le recordé que en Montevideo estuvimos hablando de ciencia ficción. Algo de eso se acordaba. Mencionó haber leído a autores como Kurt Vonnegut y Ray Bradbury. Hablamos sobre que el presente se parecía bastante a la sociedad de control descrita en Fahrenheit 451, como ser la gente embobada con los programas de televisión de entretenimiento o las calles vigiladas por innumerables cámaras. 
Ricardo, tal vez inquieto por el tema, llamó al mozo para que nos trajeran de postre torta de turrón de Jijona. ¿De Gijón?, pregunté, ¿del lugar donde iría al otro día?, pero no. Me explicaron que era originaria de una localidad de Alicante.
Hablar del sur del país me hizo preguntarle a Amils si seguía yendo a Huelva, a estudiar el río Tinto. Todos los años y varias veces, me contestó sonriendo. Me atreví a preguntarle si en el futuro podría ir con él. “Pues claro”, me dijo, “pero ahora no porque hace mucho calor”. Me aseguró que el río igual tenía agua en verano, aunque el caudal se veía muy reducido.




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Un poco por el efecto del vino sumado al del orujo, se me ocurrió contarles sobre una curiosa casualidad: sobre la unión que tenía con ese río, casi imaginario para mí. Cuando empecé a escribir poemas, en 1989, para inspirarme miraba las imágenes de unas enciclopedias que me había regalado de niño una amiga de mi madre. En una de esas veces escribí un poema observando una imagen a colores del río Tinto. La foto, bastante pequeña por cierto, estaba tomada desde un puente romano. En ella aparecía una porción de la construcción antigua y debajo el río de agua rojiza que transcurría calmo. Como se veía parte de la ribera y el terraplén que descendía a la orilla, imaginé que un mediodía, en pleno verano español, dejaba la bicicleta a un lado y bajaba hasta el río. En el poema, le conté a Ricardo Amils y a su esposa, había escrito que el agua era roja por el cobre, pero no, exclamé, ahora sabía que era por las bacterias que se comen el hierro bajo tierra.



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Rosemary no podía creer esa extraña coincidencia y miraba a su marido. Yo sonreí al revelar ese recuerdo de mis años de poeta naíf. De alguna manera todavía no había podido llegar a aquel río, pero las vueltas de la vida me habían hecho conocer al científico que lo estudiaba.
Ricardo se excusó diciendo que al otro día era viernes y que ambos tenían que trabajar “y tú tienes que tomar un tren”. Así que se levantó de su silla y se fue a al frente del mesón a pagar, ante mis protestas. Rosemary rió y me dijo que lo dejara pagar: “deja, que es catalán; le hace bien”.
Nos levantamos de nuestras sillas y fuimos a buscarlo. Saludamos a los mozos y al dueño del mesón, que por supuesto era gallego. En seguida me hizo acordar a los gallegos que tienen bares en Montevideo, con su cara redonda, su frente amplia y la cabeza calva encima y con pelo en los costados. Era como hablar con un familiar. El dueño del mesón me dijo muy amistosamente que uno de sus mejores amigos era uruguayo y que había ido varias veces de visita a Montevideo. Me hizo comentarios sobre que estaba al tanto de la costumbre de tomar mate o sobre la estrella del Fútbol Club Barcelona, Luis Suárez.
Me despedí del dueño del Rías Baixas y salimos a la calle, que estaba extrañamente oscura. Me recordó alguna calle de los barrios montevideanos de La Teja o Paso Molino, por sus veredas angostas, sin árboles, y sus casas bajas sin jardines.





Ricardo me dijo que me acompañaría hasta la calle San Bernardo para que no me perdiera. Dije que conocía bien el camino de vuelta, pero acepté con gusto que me acompañara. Saludé a Rosemary, mi compinche lectora de ciencia ficción y subimos hasta la calle de Aguilera.
El aire de la noche seguía húmedo y olía, imaginé, a las hojas verdes de los árboles de la vereda. Al pasar por las fuentes donde comenzaba la calle San Bernardo mi amigo me dijo, señalando la rotonda, que allí antes había una plaza donde la inquisición quemaba a los herejes. Fue como si me dijera que esa ciudad, Madrid, con sus autos nuevos y veloces, era sólo una foto, una instantánea de una larga historia de conflictos e injusticias. Así lo veía él, como buen geólogo: capa tras capa, eón tras eón, se acumulaba en estratos el paso del tiempo.
Caminamos un par de cuadras hasta que Ricardo se detuvo en una esquina donde había una iglesia muy vieja: “yo tomo esta calle que me lleva a mi casa”. Miré el empedrado que se perdía en el barrio Universidad. “Vivo cerca de aquí”, explicó sonriente.
Le deseé suerte en su trabajo con la NASA y que ojalá su trabajo ayudara a encontrar a esos escurridizos organismos marcianos bajo la superficie del planeta, refugiados de los rayos ultravioletas del sol. A su vez él me deseó suerte con el viaje en el Tren Negro que debería tomar en apenas unas horas, y luego en el resto de mi recorrido que me llevaría a Barcelona.
Fue rara la despedida, porque era como un hasta luego, pero en verdad era un hasta quién sabe, cuando lo decida, de nuevo, la fortuna. Me despedí y seguí calle abajo hasta donde me hospedaba. Subí por el ascensor descangallado y entré al hostal. Saludé al encargado de la noche y entré a mi habitación. Corrí las cortinas, abrí la ventana y salí al balcón. Madrid estaba tranquila, casi en silencio, aprontándose para dormir. El cielo, entre naranja y púrpura, que es el color de los cielos nocturnos de las grandes ciudades, estaba casi despejado. Alguna estrella se dejaba ver. Sabía que para ver estrellas tendría que esperar al regreso, pero como hacía sólo dos días que había llegado, el viaje de vuelta era algo lejano y aunque era casi una certeza, todavía era parte de un tiempo que aún no existía.


Escrito entre el 20 de octubre y el 2 de noviembre de 2017.






Para saber más sobre el trabajo de Ricardo Amils en el río Tinto ver la nota publicada en El País Cultural.


 

Hasta abril de 2021 la crónica del viaje que hice a España en julio de 2017 consta de cuatro capítulos que comprenden mi visita a Madrid. Luego hay cuatro capítulos nuevos en los que transcribo las notas que saqué en dos libretas, sin llegar a ser capítulos de la crónica propiamente dicha.

Estos son los enlaces:






En El taller de Jar se encuentran las notas
 publicadas en El País Cultural, además de un índice.


Gracias por leer.
 


Texto y fotografías: Copyright ®  Daniel Veloso Mozzo 2017 - 2021





Si se desea utilizar este material con fines educativos o de divulgación por favor primero comunicarse conmigo a través del correo hiperjar3@gmail.com
Gracias. (11/04/2021)



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