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sábado, 23 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje a España (I)








Madrid, 5 de julio de 2017


Sentado en la cafetería La Concha, de la calle madrileña de San Bernardo, tomándome una caña de cerveza mientras espero que me traigan el menú, empiezo la tarea de tratar de reflejar lo que he vivido hoy. Nada extraordinario, por suerte. De fondo suena Miguel Bosé con su “amante bandido”. Me traen el primer plato: papas, bueno, patatas, a la riojana, acompañado de una caña de cerveza “Cruz campo”. Al fondo una máquina “tragaperras” te invita a jugar a El Dorado. La ira de Dios de Aguirre campea por toda la ex capital imperial como un antiguo eco. Algunos de esos viejos signos, casi borrados, todavía son visibles. Para captar otros se necesitaría un radiotelescopio. Pero ni siquiera los imperios pueden vivir del pasado.









Las patatas eran como una comida para el invierno, con pimentón y trocitos de chorizo colorado. Luego me trajeron “pescadilla”, y pensé enseguida si no sería una de las pescadillas que en cardúmenes se las pesca en el Río de la Plata exterior. También me dio para pensar que tal vez era una especie similar; una pescadilla del Mediterráneo o tal vez del Atlántico Norte que aquellos primeros pescadores venidos de la península ibérica a la Banda oriental le llamaron igual.
Reviento; de postre me traen ensalada de frutas que entre otras tiene kiwi y ananá. Además de que pedí otra caña. Estoy sentado cerca de una ventana y veo pasar un grupo de muchachas de bermudas y polleritas, que pasa risueña calle abajo. Me había olvidado: es verano y los estudiantes están de vacaciones.









Aquel primer día en Madrid había estado movido. Después de la aventura de cambiar varias veces de metro para llegar desde el aeropuerto hasta el hostal, había salido a dar una vuelta por la Gran Vía. Más tarde, mientras me preparaban la habitación, bajé a almorzar a la cafetería La concha, que quedaba estratégicamente en la planta baja del mismo edificio.
Después de la siesta que me eché esa tarde, el tiempo, que había estado templado y agradable, cambió, subiendo la temperatura. Así que cuando salí a la calle a eso de las ocho de la tarde, que por suerte todavía era de día porque en España tenían una hora adelantada, me morí de calor. De pantalones y championes en vez de bermudas y sandalias, caminé San Bernardo arriba hasta la Calle de Alberto Aguilera. Dejé atrás la Glorieta de Ruiz Jiménez, una plazoleta con fuentes con chorros de agua, que está cortada en dos por la calle, y pasé frente a la alargada plaza del Conde del Valle Súchil, adornada en su inicio con esbeltos ginkgos. Esa misma mañana había estado allí cuando fui la librería Marcial Pons a comprar algunos libros de historia social.










Siguiendo por la Calle de Alberto Aguilera vi una tienda de drones y de robots. Tenían en vidriera a un viejo Asimo de Honda que andá a saber si funcionaba. Tal vez lo tenían como un costoso maniquí pasado de moda. Como un teléfono Nokia de botones era exhibido el pobre robot bailarín.





Caminé por la sombría avenida, bordeada de plátanos altos y jóvenes, buscando La Casa de las flores donde en 1936 vivió Pablo Neruda. Cuando busco a quien preguntar algo en la calle trato de elegir. Ni muy friquis ni con cara de tuje. Pero a veces no hay más remedio, así que me acerqué a un veterano bajito de musculosa que paseaba dos perros chicos.
¿Para dónde queda la Moncloa?, pregunté. El petiso frenó de golpe y los cuzcos le dieron un tirón de las correas.







Madrid, 6 de julio


En la pieza del hostal. La encargada me calentó agua para tomar mate. Lo necesitaba. Hacía dos días que no tomaba. Ayer sobre la medianoche empezó a llover y ahora pasado el mediodía sigue lloviendo. Por suerte menos, como para que la gente pueda andar sin paraguas o las golondrinas volver a volar sobre mi techo. Estas últimas son hermosas. Más delgadas que las de Sudamérica, ayer cuando llegué a Madrid fueron las primeras en recibirme.
La noche ha hecho que olvidara muchas cosas sobre las que había decidido escribir.  Pero como me dijo Horacio, un amigo, hay momentos para vivir y otros para escribirlos; pero la mayoría hay que dejarlos simplemente pasar.
En la pieza puse aquel disco de El último de la fila que escuchaba en Porto Alegre en 1994, Astronomía razonable. Por la ventana se ve el viejo Palacio de Parcent, del siglo XVIII, que funciona como juzgado. En internet veo que tiene un patio en el fondo. Pienso en el jardín florido y las bellas flores que crecen allí.
Una amiga me ha escrito hace un rato desde Croacia. Está visitando el país de su abuelo, con su padre y su familia. Se acordó de mí cuando visitaron la casa donde nació Nicolás Tesla. El inventor quería enviar electricidad a su familia a través de la atmósfera. Yo envío saludos no sé si por el aire o por fibra óptica.

Había quedado en mi relato cuando el día anterior le había preguntado al hombre en la calle con los dos perritos negros donde quedaba la Moncloa. Aquel veterano abrió grandes los ojos. Rápidamente dije que no quería ir a la casa de gobierno sino en verdad buscaba La casa de las flores, las viviendas donde vivió Pablo Neruda. Estaba cerca, me dijo. Aquella calle transitada que veía era la de La princesa. Una antes debía doblar a la derecha. Agradecí al madrileño por su amabilidad y caminé un par de cuadras.








 Allí estaba la mole, ocupando toda una manzana. Sus ventanas antiguas, regulares, con postigos pintados de verde. En una esquina los balcones tenían flores. En las cuadras largas del rectángulo no. Al doblar en la siguiente esquina vi el jardín interior que asomaba a la calle por el medio de la cuadra. Tenía muchos árboles y el pasto crecido.






El hombre de los perros me había dicho que Neruda no vivió en La casa de las flores. Que había visto una placa en un edificio cercano, donde se leía que el poeta había morado precisamente ahí. Qué pícaro mentiroso, pensé, este Ricardo Eliécer Neftalí Reyes. Me reí recordando que Pancho, mi amigo chileno que vive en Seattle ya me lo había advertido.
Pero después encontré una placa grande en un edificio frente a la Casa de las Flores que decía que en ese edificio había vivido el novelista Benito Pérez Galdós. Así que tal vez el señor de los perritos se equivocaba y después de todo Neruda no nos había hecho el verso.








Después de rodear La casa de las flores caminé hasta el Parque del oeste. Para llegar hasta allí pasé antes frente a un edificio enorme y pomposo de la fuerza área que tenía en exhibición un avión norteamericano, quizá de la época de la guerra de Vietnam. En las escaleras del ministerio los jóvenes charlaban o miraban las pantallas de sus teléfonos. Enfrente, al otro lado de la avenida ancha, un edificio negro con arcadas se imponía con su masa. Más allá se veía un enorme arco del triunfo y detrás un parque del que sobresalía una torre metálica, coronada con un mirador en forma de plato.







Cuando llegué al parque pude ver entre los árboles una sierra lejana. Emocionado pensé que tal vez fuera la Sierra de Guadarrama que conocía por los relatos de Rafael Alberti en su Arboleda Perdida. En ese libro cuenta que durante su juventud, estando enfermo de los pulmones, dejaba abiertas las ventanas de su habitación para que entrara el aire helado del invierno. Esa vieja creencia de que el aire puro curaba la tuberculosis. Increíble. Entonces desde su cuarto, su helada “leonera”, como la llamaba, se podía ver la Sierra de Guadarrama. Ahora a través la neblina amarilla del smog estival, podía ver los mismos montes albertinos. Luego mirando un mapa me di cuenta de que la sierra queda al norte de la ciudad.




En el parque pude ver inmigrantes de extremo oriente. Unos, tal vez serían birmanos, jugando al dominó con fichas de plástico verde y otros quizá, indonesios, con sus niños jugando en el césped al bádminton. Con movimientos precisos los chiquilines pasaban sobre la red esa pelota curiosa con plumas de plástico que se frena en el aire. Vi también que había niñas y niños españoles jugando con ellos.




Caminé por una pendiente cuando oí a las cotorras del sur. Me detuve y las busqué con la mirada entre las copas de los pinos marítimos. En Uruguay hacen sus nidos sobre los eucaliptos y en España, que han sido introducidas, anidan en los pinos. Tal vez se escaparon de sus jaulas o simplemente alguien que las trajo de contrabando las soltó. Es lindo verlas volar entre los árboles, a esas también inmigrantes, pero del Río de la Plata.





Bajé la loma y llegué a una avenida que a esa hora tenía poco tránsito. La crucé y pasé al otro lado del parque. Un hombre cepillaba un perro blanco dejando montones de pelos que volaban con la brisa. Busqué entre la vegetación las casamatas de la guerra civil pero tampoco puse mucho empeño. Malditas guerras civiles. En ese parque y más allá en la ciudad universitaria la República mantuvo sus posiciones ante el embate fascista que desde las colinas bajaba hasta Madrid.





Caminé por los senderos, observando a las urracas blancas y negras que avanzaban dando saltitos en el suelo y a algún que otro lorito verde y amarillo que quizá también era introducido. Cada tanto había parejas descansando en la hierba. Las más jóvenes se besaban y las mayores charlaban o bebían vino. Si, una pareja de cincuentones tenía entre sus cosas una botella de tinto recién abierta. Me gustó esa costumbre de ir a charlar y a tomar un poco de vinito a la sombra.
Dando vueltas llegué hasta un terraplén desde donde se veía, entre los arbustos, la vía del tren y más allá unas colinas largas y marrones. Creo que eran lo que se conoce como Casa de campo, desde donde la artillería franquista bombardeaba la ciudad sitiada. Durante el asedio de la Madrid los barrios que yo había recorrido un rato antes habían sido desalojados. Pablo Neruda cuenta en uno de sus libros de memorias que por los bombardeos tuvo que abandonar su apartamento en la Casa de las flores. En ese libro relata cómo fue con el poeta Miguel Hernández a ver si podía rescatar alguno de sus libros, pero cuando llegó a su casa encontró que esta estaba hecha una ruina. Soldados de ambos bandos habían entrado y robado todos los recuerdos que había traído de Java y de Ceilán. Lo que había quedado estaba tirado, sucio y roto por el suelo. Miguel Hernández le preguntó si quería llevarse algo, pero Neruda dijo que no. Dieron media vuelta y se fueron, sin llevarse nada.
Esa no era mi situación. Yo sí que había encontrado y tomado lo que la ciudad pudo ofrecerme en ese primer día de visita.
Me despedí del paisaje agreste, subí por los senderos hasta la avenida y volví por otro camino lejos de los arcos de triunfo franquistas y de las ínfulas militaristas de los ministerios, extraviándome a ratos, hasta que pude orientarme y encontrar la calle Aguilera. Pasé frente al robot dormido, a la plaza de los ginkgos, a la rotonda de las fuentes y bajé por San Bernardo hasta el hostal. Aún volaban las golondrinas en el cielo oscurecido. Se había nublado. No sería raro que lloviera, pensé. Y así ocurrió.







Parecía que tenía que visitar la Puerta de Alcalá. Ir a Madrid y no conocerla lo dejaba a uno casi en la condición de turista indolente. Tracé más o menos un itinerario y salí del hostal. Tomé por la angosta Calle del Pez, y atravesé un viejo barrio de intrincadas calles, reliquia de la villa medieval, pero no me gustó mucho.








Parecía esos ambientes caza turistas. Una mujer flaca, de rostro blanco y demacrado, tal vez una adicta a la heroína, me llamó “guapo” y me pidió una moneda. Me disculpé y seguí caminando. En el mapa había visto una iglesia de los alemanes, y al doblar en una esquina me topé con ella. Ocupaba una pequeña manzana, de la que parecía sobresalir en ángulos afilados con sus piedras de caliza amarillenta.





Unas cuadras más adelante salí a la Gran Vía y su incesante tráfico de vehículos y personas. Ahora el problema era deducir la dirección correcta. ¿Calle arriba o calle abajo? Decidí remontar la suave cuesta, observando los grandes edificios de los años treinta que me recordaron los de alguna avenida de Buenos Aires.
Al llegar a una zona donde estaban reparando tal vez una de las líneas del metro, doblé hacia la derecha. A lo lejos ya se veía la fuente de la Cibeles. Qué extraño el monumento más famoso de la imperial y muy católica Madrid sea la antigua diosa madre de las aves y las abejas. Como una María cristiana gobernaba un pesado carro celta tirado de leones, símbolo de la monarquía y del mismo Cristo.





Sin embargo no le presté mucha atención. Más bien me preocupé por cruzar la avenida que envuelve la rotonda donde se encuentra la fuente y el monumento. Enfrente estaba el edificio de las comunicaciones con un cartel, sospechosamente hipócrita, en el que se daba la bienvenida a los refugiados de la guerra de Siria.





Pero no llegué a la Puerta de Alcalá. Vi un pub irlandés y me metí en él. Todo para probar una cerveza negra Guinness. Hacía como quince años que no tomaba una. Sobre la calle el pub tenía unos vitrales de colores con personajes famosos de la historia del siglo XX de Irlanda. Distinguí a James Joyce y a Éamon de Valera, presidente de Irlanda y uno de los líderes del movimiento por la independencia.



Elegí sentarme contra la ventana para ver pasar a la gente. Una gran variedad de personas pasaban caminando y casi todas miraban para adentro del bar. Mientras esperaba que viniera el mozo me entretuve viendo los vehículos que pasaban avenida abajo. Pasaron un par de ómnibus turísticos con los toldos puestos por la lluvia, con los turistas sacando fotos. Vi una mujer china conduciendo una BMW negra; cuando su auto pisó un pozo esta saltó en su asiento. Afuera seguía lloviznando. Por suerte me había comprado un paraguas en un bazar chino, tres veces más barato que en una tienda.
El mozo hablaba con dificultad el español. Le pregunté de dónde era y me contestó que rumano. Le pedí que me trajera una pinta de Guinness. Me resultó suave, con poco lúpulo y espuma cremosa. De fondo sonaba One, de U2. Por fin un lugar con música en inglés, pensé. También pasaron temas de Iggy Pop y Patty Smith.




Para comer, gazpacho como primer plato. No me gustó y no terminé el tazón. La moza, tal vez centroamericana, puso cara de preocupación cuando le dije que no quería más. Después “churrasco al chimichurri”. Venir hasta acá a comer carne y además, con chimichurri picante. Sólo yo.
“One love”, sonaba en el pub. Afuera la llovizna había parado y hasta había salido un poco el sol. Bueno, me dije, iremos a ver esa puerta de Alcalá y a cantar su canción.

Daniel Veloso










 
 

 

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Crónica del viaje a España - julio de 2017 - Libretas -  Tarragona - Barcelona

 

Crónica del viaje a España - julio de 2017 - Libretas -  Tarragona - Barcelona

 

Crónica del viaje a España - julio de 2017 - Libretas -  Cadaqués - Barcelona





En El taller de Jar se encuentran las notas
 publicadas en El País Cultural, además de un índice.


Gracias por leer.
 


Texto y fotografías: Copyright ®  Daniel Veloso Mozzo 2021

 




1 comentario:

  1. "A mi casa la llamaban la casa de laa flores" que linda crónica. Estás caminando por el que fue mi barrio madrileño. Argüelles. Viví de estudiante en Hilarión Eslava 16. Que disfrutes mucho ese viaje.

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